Harry nunca había creído que pudiera existir un chico al que detestara más
que a Dudley, pero eso era antes de haber conocido a Draco Malfoy. Sin
embargo, los de primer año de Gryffindor sólo compartían con los de Slytherin
la clase de Pociones, así que no tenía que encontrarse mucho con él. O, al
menos, así era hasta que apareció una noticia en la sala común de Gryffindor;
que los hizo protestar a todos. Las lecciones de vuelo comenzarían el jueves...
y Gryffindor y Slytherin aprenderían juntos.
—Perfecto —dijo en tono sombrío Harry—. Justo lo que siempre he
deseado. Hacer el ridículo sobre una escoba delante de Malfoy.
Deseaba aprender a volar más que ninguna otra cosa.
—No sabes aún si vas a hacer un papelón —dijo razonablemente Ron—.
De todos modos, sé que Malfoy siempre habla de lo bueno que es en quidditch,
pero seguro que es pura palabrería.
La verdad es que Malfoy hablaba mucho sobre volar. Se quejaba en voz
alta porque los de primer año nunca estaban en los equipos de quidditch y
contaba largas y jactanciosas historias, que siempre acababan con él
escapando de helicópteros pilotados por muggles. Pero no era el único: por la
forma de hablar de Seamus Finnigan, parecía que había pasado toda la
infancia volando por el campo con su escoba. Hasta Ron podía contar a quien
quisiera oírlo que una vez casi había chocado contra un planeador con la vieja
escoba de Charles. Todos los que procedían de familias de magos hablaban
constantemente de quidditch. Ron ya había tenido una gran discusión con
Dean Thomas, que compartía el dormitorio con ellos, sobre fútbol. Ron no
podía ver qué tenía de excitante un juego con una sola pelota, donde nadie
podía volar. Harry había descubierto a Ron tratando de animar un cartel de
Dean en que aparecía el equipo de fútbol de West Ham, para hacer que los
jugadores se movieran.
Neville no había tenido una escoba en toda su vida, porque su abuela no
se lo permitía. Harry pensó que ella había actuado correctamente, dado que
Neville se las ingeniaba para tener un número extraordinario de accidentes,
incluso con los dos pies en tierra.
Hermione Granger estaba casi tan nerviosa como Neville con el tema del
vuelo. Eso era algo que no se podía aprender de memoria en los libros, aunque
lo había intentado. En el desayuno del jueves, aburrió a todos con estúpidas
notas sobre el vuelo que había encontrado en un libro de la biblioteca, llamado
Quidditch a través de los tiempos. Neville estaba pendiente de cada palabra,
desesperado por encontrar algo que lo ayudara más tarde con su escoba, pero
todos los demás se alegraron mucho cuando la lectura de Hermione fue interrumpida
por la llegada del correo.
Harry no había recibido una sola carta desde la nota de Hagrid, algo que
Malfoy ya había notado, por supuesto. La lechuza de Malfoy siempre le llevaba
de su casa paquetes con golosinas, que el muchacho abría con perversa
satisfacción en la mesa de Slytherin.
Un lechuzón entregó a Neville un paquetito de parte de su abuela. Lo abrió
excitado y les enseñó una bola de cristal, del tamaño de una gran canica, que
parecía llena de humo blanco.
—¡Es una Recordadora! —explicó—. La abuela sabe que olvido cosas y
esto te dice si hay algo que te has olvidado de hacer. Mirad, uno la sujeta así,
con fuerza, y si se vuelve roja... oh... —se puso pálido, porque la Recordadora
súbitamente se tiñó de un brillo escarlata—... es que has olvidado algo...
Neville estaba tratando de recordar qué era lo que había olvidado, cuando
Draco Malfoy que pasaba al lado de la mesa de Gryffindor; le quitó la
Recordadora de las manos.
Harry y Ron saltaron de sus asientos. En realidad, deseaban tener un
motivo para pelearse con Malfoy, pero la profesora McGonagall, que detectaba
problemas más rápido que ningún otro profesor del colegio, ya estaba allí.
—¿Qué sucede?
—Malfoy me ha quitado mi Recordadora, profesora.
Con aire ceñudo, Malfoy dejó rápidamente la Recordadora sobre la mesa.
—Sólo la miraba —dijo, y se alejó, seguido por Crabbe y Goyle.
Aquella tarde, a las tres y media, Harry, Ron y los otros Gryffindors bajaron
corriendo los escalones delanteros, hacia el parque, para asistir a su primera
clase de vuelo. Era un día claro y ventoso. La hierba se agitaba bajo sus pies
mientras marchaban por el terreno inclinado en dirección a un prado que
estaba al otro lado del bosque prohibido, cuyos árboles se agitaban
tenebrosamente en la distancia.
Los Slytherins ya estaban allí, y también las veinte escobas,
cuidadosamente alineadas en el suelo. Harry había oído a Fred y a George
Weasley quejarse de las escobas del colegio, diciendo que algunas
comenzaban a vibrar si uno volaba muy alto, o que siempre volaban
ligeramente torcidas hacia la izquierda.
Entonces llegó la profesora, la señora Hooch. Era baja, de pelo canoso y
ojos amarillos como los de un halcón.
—Bueno ¿qué estáis esperando? —bramó—. Cada uno al lado de una
escoba. Vamos, rápido.
Harry miró su escoba. Era vieja y algunas de las ramitas de paja
sobresalían formando ángulos extraños.
—Extended la mano derecha sobre la escoba —les indicó la señora
Hooch— y decid «arriba».
—¡ARRIBA! —gritaron todos.
La escoba de Harry saltó de inmediato en sus manos, pero fue uno de los
pocos que lo consiguió. La de Hermione Granger no hizo más que rodar por el
suelo y la de Neville no se movió en absoluto. «A lo mejor las escobas saben,
como los caballos, cuándo tienes miedo», pensó Harry, y había un tem blor en
la voz de Neville que indicaba, demasiado claramente, que deseaba mantener
sus pies en la tierra.
Luego, la señora Hooch les enseñó cómo montarse en la escoba, sin
deslizarse hasta la punta, y recorrió la fila, corrigiéndoles la forma de sujetarla.
Harry y Ron se alegraron muchísimo cuando la profesora dijo a Malfoy que lo
había estado haciendo mal durante todos esos años.
—Ahora, cuando haga sonar mi silbato, dais una fuerte patada —dijo la
señora Hooch—. Mantened las escobas firmes, elevaos un metro o dos y luego
bajad inclinándoos suavemente. Preparados... tres... dos...
Pero Neville, nervioso y temeroso de quedarse en tierra, dio la patada
antes de que sonara el silbato.
—¡Vuelve, muchacho! —gritó, pero Neville subía en línea recta, como el
corcho de una botella... Cuatro metros... seis metros... Harry le vio la cara
pálida y asustada, mirando hacia el terreno que se alejaba, lo vio jadear;
deslizarse hacia un lado de la escoba y..
BUM... Un ruido horrible y Neville quedó tirado en la hierba. Su escoba
seguía subiendo, cada vez más alto, hasta que comenzó a torcer hacia el
bosque prohibido y desapareció de la vista.
La señora Hooch se inclinó sobre Neville, con el rostro tan blanco como el
del chico.
—La muñeca fracturada —la oyó murmurar Harry—. Vamos, muchacho...
Está bien... A levantarse.
Se volvió hacia el resto de la clase.
—No debéis moveros mientras llevo a este chico a la enfermería. Dejad las
escobas donde están o estaréis fuera de Hogwarts más rápido de lo que
tardéis en decir quidditch. Vamos, hijo.
Neville, con la cara surcada de lágrimas y agarrándose la muñeca, cojeaba
al lado de la señora Hooch, que lo sostenía.
Casi antes de que pudieran marcharse, Malfoy ya se estaba riendo a
carcajadas.
—¿Habéis visto la cara de ese gran zoquete?
Los otros Slytherins le hicieron coro.
—¡Cierra la boca, Malfoy! —dijo Parvati Patil en tono cortante.
—Oh, ¿estás enamorada de Longbottom? —dijo Pansy Parkinson, una
chica de Slytherin de rostro duro. Nunca pensé que te podían gustar los
gorditos llorones, Parvati.
—¡Mirad! —dijo Malfoy, agachándose y recogiendo algo de la hierba—. Es
esa cosa estúpida que le mandó la abuela a Longbottom.
La Recordadora brillaba al sol cuando la cogió.
—Trae eso aquí, Malfoy —dijo Harry con calma. Todos dejaron de hablar
para observarlos.
Malfoy sonrió con malignidad.
—Creo que voy a dejarla en algún sitio para que Longbottom la busque...
¿Qué os parece... en la copa de un árbol?
—¡Tráela aquí! —rugió Harry, pero Malfoy había subido a su escoba y se
alejaba. No había mentido, sabía volar. Desde las ramas más altas de un roble
lo llamó:
—¡Ven a buscarla, Potter!
Harry cogió su escoba.
—¡No! —gritó Hermione Granger—. La señora Hooch dijo que no nos
moviéramos. Nos vas a meter en un lío.
Harry no le hizo caso. Le ardían las orejas. Se montó en su escoba, pegó
una fuerte patada y subió. El aire agitaba su pelo y su túnica, silbando tras él y,
en un relámpago de feroz alegría, se dio cuenta de que había descubierto algo
que podía hacer sin que se lo enseñaran. Era fácil, era maravilloso. Empujó su
escoba un poquito más, para volar más alto, y oyó los gritos y gemidos de las
chicas que lo miraban desde abajo, y una exclamación admirada de Ron.
Dirigió su escoba para enfrentarse a Malfoy en el aire. Éste lo miró
asombrado.
—¡Déjala —gritó Harry— o te bajaré de esa escoba!
—Ah, ¿sí? —dijo Malfoy, tratando de burlarse, pero con tono preocupado.
Harry sabía, de alguna manera, lo que tenía que hacer. Se inclinó hacia
delante, cogió la escoba con las dos manos y se lanzó sobre Malfoy como una
jabalina. Malfoy pudo apartarse justo a tiempo, Harry dio la vuelta y mantuvo firme
la escoba. Abajo, algunos aplaudían.
—Aquí no están Crabbe y Goyle para salvarte, Malfoy —exclamó Harry
Parecía que Malfoy también lo había pensado.
—¡Atrápala si puedes, entonces! —gritó. Giró la bola de cristal hacia arriba
y bajó a tierra con su escoba.
Harry vio, como si fuera a cámara lenta, que la bola se elevaba en el aire y
luego comenzaba a caer. Se inclinó hacia delante y apuntó el mango de la
escoba hacia abajo. Al momento siguiente, estaba ganando velocidad en la
caída, persiguiendo a la bola, con el viento silbando en sus orejas mezclándose
con los gritos de los que miraban. Extendió la mano y, a unos metros del suelo,
la atrapó, justo a tiempo para enderezar su escoba y descender suavemente
sobre la hierba, con la Recordadora a salvo.
—¡HARRY POTTER!
Su corazón latió más rápido que nunca. La profesora McGonagall corría
hacia ellos. Se puso de pie, temblando.
—Nunca... en todo mis años en Hogwarts...
La profesora McGonagall estaba casi muda de la impresión, y sus gafas
centelleaban de furia.
—¿Cómo te has atrevido...? Has podido romperte el cuello...
—No fue culpa de él, profesora...
—Silencio, Parvati.
—Pero Malfoy..
—Ya es suficiente, Weasley. Harry Potter, ven conmigo.
En aquel momento, Harry pudo ver el aire triunfal de Malfoy, Crabbe y
Goyle, mientras andaba inseguro tras la profesora McGonagall, de vuelta al
castillo. Lo iban a expulsar; lo sabía. Quería decir algo para defenderse, pero
no podía controlar su voz. La profesora McGonagall andaba muy rápido, sin
siquiera mirarlo. Tenía que correr para alcanzarla. Esta vez sí que lo había
hecho. No había durado ni dos semanas. En diez minutos estaría haciendo su
maleta. ¿Qué dirían los Dursley cuando lo vieran llegar a la puerta de su casa?
Subieron por los peldaños delanteros y después por la escalera de mármol.
La profesora McGonagall seguía sin hablar. Abría puertas y andaba por los
pasillos, con Harry corriendo tristemente tras ella. Tal vez lo llevaba ante
Dumbledore. Pensó en Hagrid, expulsado, pero con permiso para quedarse
como guardabosque. Quizá podría ser el ayudante de Hagrid. Se le revolvió el
estómago al imaginarse observando a Ron y los otros convirtiéndose en
magos, mientras él andaba por ahí, llevando la bolsa de Hagrid.
La profesora McGonagall se detuvo ante un aula. Abrió la puerta y asomó
la cabeza.
—Discúlpeme, profesor Flitwick. ¿Puedo llevarme a Wood un momento?
«¿Wood? —pensó Harry aterrado—. ¿Wood sería el encargado de aplicar
los castigos físicos?»
Pero Wood era sólo un muchacho corpulento de quinto año, que salió de la
clase de Flitwick con aire confundido.
—Seguidme los dos —dijo la profesora McGonagall. Avanzaron por el
pasillo, Wood mirando a Harry con curiosidad.
—Aquí.
La profesora McGonagall señaló un aula en la que sólo estaba Peeves,
ocupado en escribir groserías en la pizarra.
—¡Fuera, Peeves! —dijo con ira la profesora.
Peeves tiró la tiza en un cubo y se marchó maldiciendo. La profesora
McGonagall cerró la puerta y se volvió para encararse con los muchachos.
—Potter, éste es Oliver Wood. Wood, te he encontrado un buscador.
La expresión de intriga de Wood se convirtió en deleite.
—¿Está segura, profesora?
—Totalmente —dijo la profesora con vigor—. Este chico tiene un talentonatural. Nunca vi nada parecido. ¿Ésta ha sido tu primera vez con la escoba,
Potter?
Harry asintió con la cabeza en silencio. No tenía una explicación para lo
que estaba sucediendo, pero le parecía que no lo iban a expulsar y comenzaba
a sentirse más seguro.
—Atrapó esa cosa con la mano, después de un vuelo de quince metros —
explicó la profesora a Wood—. Ni un rasguño. Charlie Weasley no lo habría
hecho mejor.
Wood parecía pensar que todos sus sueños se habían hecho realidad.
—¿Alguna vez has visto un partido de quidditch, Potter? —preguntó
excitado.
—Wood es el capitán del equipo de Gryffindor —aclaró la profesora
McGonagall.
—Y tiene el cuerpo indicado para ser buscador —dijo Wood, paseando
alrededor de Harry y observándolo con atención—. Ligero, veloz... Vamos a
tener que darle una escoba decente, profesora, una Nimbus 2.000 o una
Cleansweep 7.
—Hablaré con el profesor Dumbledore para ver si podemos suspender la
regla del primer año. Los cielos saben que necesitamos un equipo mejor que el
del año pasado. Fuimos aplastados por Slytherin en ese último partido. No
pude mirar a la cara a Severus Snape en vanas semanas...
La profesora McGonagall observó con severidad a Harry, por encima de
sus gafas.
—Quiero oír que te entrenas mucho, Potter, o cambiaré de idea sobre tu
castigo.
Luego, súbitamente, sonrió.
—Tu padre habría estado orgulloso —dijo—. Era un excelente jugador de
quidditch.
—Es una broma.
Era la hora de la cena. Harry había terminado de contarle a Ron todo lo
sucedido cuando dejó el parque con la profesora McGonagall. Ron tenía un
trozo de carne y pastel de riñón en el tenedor; pero se olvidó de llevárselo a la
boca.
—¿Buscador? —dijo—. Pero los de primer año nunca... Serías el jugador
más joven en...
—Un siglo —terminó Harry, metiéndose un trozo de pastel en la boca.
Tenía muchísima hambre después de toda la excitación de la tarde—. Wood
me lo dijo.
Ron estaba tan sorprendido e impresionado que se quedó mirándolo
boquiabierto.
—Tengo que empezar a entrenarme la semana que viene —dijo Harry—.
Pero no se lo digas a nadie, Wood quiere mantenerlo en secreto.
Fred y George Weasley aparecieron en el comedor; vieron a Harry y se
acercaron rápidamente.
—Bien hecho —dijo George en voz baja—. Wood nos lo contó. Nosotros
también estamos en el equipo. Somos golpeadores.
—Te lo aseguro, vamos a ganar la copa de quidditch este curso —dijo
Fred—. No la ganamos desde que Charlie se fue, pero el equipo de este año
será muy bueno. Tienes que hacerlo bien, Harry. Wood casi saltaba cuando
nos lo contó.
—Bueno, tenemos que irnos. Lee Jordan cree que ha descubierto un
nuevo pasadizo secreto, fuera del colegio.
—Seguro que es el que hay detrás de la estatua de Gregory Smarmy, que
nosotros encontramos en nuestra primera semana.
Fred y George acababan de desaparecer, cuando se presentaron unos
visitantes mucho menos agradables. Malfoy, flanqueado por Crabbe y Goyle.
—¿Comiendo la última cena, Potter? ¿Cuándo coges el tren para volver
con los muggles?
—Eres mucho más valiente ahora que has vuelto a tierra firme y tienes a
tus «amiguitos» —dijo fríamente Harry. Por supuesto que en Crabbe y Goyle
no había nada que justificara el diminutivo, pero como la Mesa Alta estaba llena
de profesores, no podían hacer más que crujir los nudillos y mirarlo con el ceño
fruncido.
—Nos veremos cuando quieras —dijo Malfoy—. Esta noche, si quieres. Un
duelo de magos. Sólo varitas, nada de contacto. ¿Qué pasa? Nunca has oído
hablar de duelos de magos, ¿verdad?
—Por supuesto que sí —dijo Ron, interviniendo—. Yo soy su segundo.
¿Cuál es el tuyo?
Malfoy miró a Crabbe y Goyle, valorándolos.
—Crabbe —respondió—. A medianoche, ¿de acuerdo? Nos
encontraremos en el salón de los trofeos, nunca se cierra con llave.
Cuando Malfoy se fue, Ron y Harry se miraron.
—¿Qué es un duelo de magos? —preguntó Harry—. ¿Y qué quiere decir
que seas mi segundo?
—Bueno, un segundo es el que se hace cargo, si te matan —dijo Ron sin
darle importancia. Al ver la expresión de Harry, añadió rápidamente—: Pero la
gente sólo muere en los duelos reales, ya sabes, con magos de verdad. Lo
máximo que podéis hacer Malfoy y tú es mandaros chispas uno al otro.
Ninguno sabe suficiente magia para hacer verdadero daño. De todos modos,
seguro que él esperaba que te negaras.
—¿Y si levanto mi varita y no sucede nada?
—La tiras y le das un puñetazo en la nariz —le sugirió Ron.
—Disculpad.
Los dos miraron. Era Hermione Granger.
—¿No se puede comer en paz en este lugar? —dijo Ron.
Hermione no le hizo caso y se dirigió a Harry
—No pude dejar de oír lo que tú y Malfoy estabais diciendo...
—No esperaba otra cosa —murmuró Ron.
—... y no debes andar por el colegio de noche. Piensa en los puntos que
perderás para Gryffindor si te atrapan, y lo harán. La verdad es que es muy
egoísta de tu parte.
—Y la verdad es que no es asunto tuyo —respondió Harry.
—Adiós —añadió Ron.
De todos modos, pensó Harry, aquello no era lo que llamaría un perfecto final
para el día. Estaba acostado, despierto, oyendo dormir a Seamus y a Dean
(Neville no había regresado de la enfermería). Ron había pasado toda la velada
dándole consejos del tipo de: «Si trata de maldecirte, será mejor que te
escapes, porque no recuerdo cómo se hace para pararlo». Tenían grandes
probabilidades de que los atraparan Filch o la Señora Norris, y Harry sintió que
estaba abusando de su suerte al transgredir otra regla del colegio en un mismo
día. Por otra parte, el rostro burlón de Malfoy se le aparecía en la oscuridad, y
aquélla era la gran oportunidad de vencerlo frente a frente. No podía perderla.
—Once y media —murmuró finalmente Ron—. Mejor nos vamos ya.
Se pusieron las batas, cogieron sus varitas y se lanzaron a través del
dormitorio de la torre. Bajaron la escalera de caracol y entraron en la sala
común de Gryffindor. Todavía brillaban algunas brasas en la chimenea,
haciendo que todos los sillones parecieran sombras negras. Ya casi habían
llegado al retrato, cuando una voz habló desde un sillón cercano.
—No puedo creer que vayas a hacer esto, Harry.
Una luz brilló. Era Hermione Granger; con el rostro ceñudo y una bata
rosada.
—¡Tu! —dijo Ron furioso—. ¡Vuelve a la cama!
—Estuve a punto de decírselo a tu hermano —contestó enfadada
Hermione—. Percy es el prefecto y puede deteneros.
Harry no podía creer que alguien fuera tan entrometido.
—Vamos —dijo a Ron. Empujó el retrato de la Dama Gorda y se metió por
el agujero.
Hermione no iba a rendirse tan fácilmente. Siguió a Ron a través del
agujero, gruñendo como una gansa enfadada.
—No os importa Gryffindor; ¿verdad? Sólo os importa lo vuestro. Yo no
quiero que Slytherin gane la copa de las casas y vosotros vais a perder todos
los puntos que yo conseguí de la profesora McGonagall por conocer los
encantamientos para cambios.
—Vete.
—Muy bien, pero os he avisado. Recordad todo lo que os he dicho cuando
estéis en el tren volviendo a casa m añana. Sois tan...
Pero lo que eran no lo supieron. Hermione había retrocedido hasta el
retrato de la Dama Gorda, para volver; y descubrió que la tela estaba vacía. La
Dama Gorda se había ido a una visita nocturna y Hermione estaba encerrada,
fuera de la torre de Gryffindor.
—¿Y ahora qué voy a hacer? —preguntó con tono agudo.
—Ése es tu problema —dijo Ron—. Nosotros tenemos que irnos o
llegaremos tarde.
No habían llegado al final del pasillo cuando Hermione los alcanzó.
—Voy con vosotros —dijo.
—No lo harás.
—¿No creeréis que me voy a quedar aquí, esperando a que Filch me
atrape? Si nos encuentra a los tres, yo le diré la verdad, que estaba tratando de
deteneros, y vosotros me apoyaréis.
—Eres una caradura —dijo Ron en voz alta.
—Callaos los dos —dijo Harry en tono cortante—. He oído algo.
Era una especie de respiración.
—¿La Señora Norris? —resopló Ron, tratando de ver en la oscuridad.
No era la Señora Norris. Era Neville. Estaba enroscado en el suelo, medio
dormido, pero se despertó súbitamente al oírlos.
—¡Gracias a Dios que me habéis encontrado! Hace horas que estoy aquí.
No podía recordar el nuevo santo y seña para irme a la cama.
—No hables tan alto, Neville. El santo y seña es «hocico de cerdo», pero
ahora no te servirá, porque la Dama Gorda se ha ido no sé dónde.
—¿Cómo está tu muñeca? —preguntó Harry
—Bien —contestó, enseñándosela—. La señora Pomfrey me la arregló en
un minuto.
—Bueno, mira, Neville, tenemos que ir a otro sitio. Nos veremos más
tarde...
—¡No me dejéis! —dijo Neville, tambaléandose—. No quiero quedarme
aquí solo. El Barón Sanguinario ya ha pasado dos veces.
Ron miró su reloj y luego echó una mirada furiosa a Hermione y Neville.
—Si nos atrapan por vuestra culpa, no descansaré hasta aprender esa
Maldición de los Demonios, de la que nos habló Quirrell, y la utilizaré contra
vosotros.
Hermione abrió la boca, tal vez para decir a Ron cómo utilizar la Maldición
de los Demonios, pero Harry susurró que se callara y les hizo señas para que
avanzaran.
Se deslizaron por pasillos iluminados por el claro de luna, que entraba por
los altos ventanales. En cada esquina, Harry esperaba chocar con Filch o la
Señora Norris, pero tuvieron suerte. Subieron rápidamente por una escalera
hasta el tercer piso y entraron de puntillas en el salón de los trofeos.
Malfoy y Crabbe todavía no habían llegado. Las vitrinas con trofeos
brillaban cuando las iluminaba la luz de la luna. Copas, escudos, bandejas y
estatuas, oro y plata reluciendo en la oscuridad. Fueron bordeando las
paredes, vigilando las puertas en cada extremo del salón. Harry empuñó su
varita, por si Malfoy aparecía de golpe. Los minutos pasaban.
—Se está retrasando, tal vez se ha acobardado —susurró Ron.
Entonces un ruido en la habitación de al lado los hizo saltar. Harry ya había
levantado su varita cuando oyeron unas voces. No era Malfoy.
—Olfatea por ahí, mi tesoro. Pueden estar escondidos en un rincón.
Era Filch, hablando con la Señora Norris. Aterrorizado, Harry gesticuló
salvajemente para que los demás lo siguieran lo más rápido posible. Se
escurrieron silenciosamente hacia la puerta más alejada de la voz de Filch.
Neville acababa de pasar, cuando oyeron que Filch entraba en el salón de los
trofeos.
—Tienen que estar en algún lado —lo oyeron murmurar—. Probablemente
se han escondido.
—¡Por aquí! —señaló Harry a los otros y, aterrados, comenzaron a
atravesar una larga galería, llena de armaduras. Podían oír los pasos de Filch,
acercándose a ellos. Súbitamente, Neville dejó escapar un chillido de miedo y
empezó a correr, tropezó, se aferró a la muñeca de Ron y se golpearon contra
una armadura.
Los ruidos eran suficientes para despertar a todo el castillo.
—¡CORRED! —exclamó Harry, y los cuatro se lanzaron por la galería, sin
darse la vuelta para ver si Filch los seguía. Pasaron por el quicio de la puerta y
corrieron de un pasillo a otro, Harry delante, sin tener ni idea de dónde estaban
o adónde iban. Se metieron a través de un tapiz y se encontraron en un
pasadizo oculto, lo siguieron y llegaron cerca del aula de Encantamientos, que
sabían que estaba a kilómetros del salón de trofeos.
—Creo que lo hemos despistado —dijo Harry, apoyándose contra la pared
fría y secándose la frente. Neville estaba doblado en dos, respirando con
dificultad.
—Te... lo... dije —añadió Hermione, apretándose el pecho—. Te... lo... dije.
—Tenemos que regresar a la torre Gryffindor —dijo Ron— lo más rápido
posible.
—Malfoy te engañó —dijo Hermione a Harry—. Te has dado cuenta, ¿no?
No pensaba venir a encontrarse contigo. Filch sabía que iba a haber gente en
el salón de los trofeos. Malfoy debió de avisarle.
Harry pensó que probablemente tenía razón, pero no iba a decírselo.
—Vamos.
No sería tan sencillo. No habían dado más de una docena de pasos,
cuando se movió un pestillo y alguien salió de un aula que estaba frente a ellos.
Era Peeves. Los vio y dejó escapar un grito de alegría.
—Cállate, Peeves, por favor... Nos vas a delatar.
Peeves cacareó.
—¿Vagabundeando a medianoche, novatos? No, no, no. Malitos, malitos,
os agarrarán del cuellecito.
—No, si no nos delatas, Peeves, por favor.
—Debo decírselo a Filch, debo hacerlo —dijo Peeves, con voz de
santurrón, pero sus ojos brillaban malévolamente—. Es por vuestro bien, ya lo
sabéis.
—Quítate de en medio —ordenó Ron, y le dio un golpe a Peeves. Aquello
fue un gran error.
—¡ALUMNOS FUERA DE LA CAMA! —gritó Peeves—. ¡ALUMNOS
FUERA DE LA CAMA, EN EL PASILLO DE LOS ENCANTAMIENTOS!
Pasaron debajo de Peeves y corrieron como para salvar sus vidas, recto
hasta el final del pasillo, donde chocaron contra una puerta... que estaba
cerrada.
—¡Estamos listos! —gimió Ron, mientras empujaban inútilmente la
puerta—. ¡Esto es el final!
Podían oír las pisadas: Filch corría lo más rápido que podía hacia el lugar
de donde procedían los gritos de Peeves.
—Oh, muévete —ordenó Hermione. Cogió la varita de Harry, golpeó la
cerradura y susurró—: ¡Alohomora!
El pestillo hizo un clic y la puerta se abrió. Pasaron todos, la cerraron
rápidamente y se quedaron escuchando.
—¿Adónde han ido, Peeves? —decía Filch—. Rápido, dímelo.
—Di «por favor».
—No me fastidies, Peeves. Dime adónde fueron.
—No diré nada si me lo pides por favor —dijo Peeves, con su molesta
vocecita.
—Muy bien... por favor.
—¡NADA! Ja, ja. Te dije que no te diría nada si me lo pedías por favor. ¡Ja,
ja! —Y oyeron a Peeves alejándose y a Filch maldiciendo enfurecido.
—Él cree que esta puerta está cerrada —susurro Harry—. Creo que nos
vamos a escapar. ¡Suéltame, Neville! —Porque Neville le tiraba de la manga
desde hacia un minuto—. ¿Qué pasa?
Harry se dio la vuelta y vio, claramente, lo que pasaba. Durante un
momento, pensó que estaba en una pesadilla: aquello era demasiado, después
de todo lo que había sucedido.
No estaban en una habitación, como él había pensado. Era un pasillo. El
pasillo prohibido del tercer piso. Y ya sabían por qué estaba prohibido.
Estaban mirando directamente a los ojos de un perro monstruoso, un perro
que llenaba todo el espacio entre el suelo y el techo. Tenía tres cabezas, seis
ojos enloquecidos, tres narices que olfateaban en dirección a ellos y tres bocas
chorreando saliva entre los amarillentos colmillos.
Estaba casi inmóvil, con los seis ojos fijos en ellos, y Harry supo que la
única razón por la que no los había matado ya era porque la súbita aparición lo
había cogido por sorpresa. Pero se recuperaba rápidamente: sus profundos
gruñidos eran inconfundibles.
Harry abrió la puerta. Entre Filch y la muerte, prefería a Filch.
Retrocedieron y Harry cerró la puerta tras ellos. Corrieron, casi volaron por
el pasillo. Filch debía de haber ido a buscarlos a otro lado, porque no lo vieron.
Pero no les importaba: lo único que querían era alejarse del monstruo. No dejaron
de correr hasta que alcanzaron el retrato de la Dama Gorda en el séptimo
piso.
—¿Dónde os habíais metido? —les preguntó, mirando sus rostros
sudorosos y rojos y sus batas desabrochadas, colgando de sus hombros.
—No importa... Hocico de cerdo, hocico de cerdo —jadeó Harry, y el
retrato se movió para dejarlos pasar. Se atropellaron para entrar en la sala
común y se desplomaron en los sillones.
Pasó un rato antes de que nadie hablara. Neville, por otra parte, parecía
que nunca más podría decir una palabra.
—¿Qué pretenden, teniendo una cosa así encerrada en el colegio? —dijo
finalmente Ron—. Si algún perro necesita ejercicio, es ése.
Hermione había recuperado el aliento y el mal carácter.
—¿Es que no tenéis ojos en la cara? —dijo enfadada—. ¿No visteis lo que
había debajo de él?
—¿El suelo? —sugirió Harry—. No miré sus patas, estaba demasiado
ocupado observando sus cabezas.
—No, el suelo no. Estaba encima de una trampilla. Es evidente que está
vigilando algo.
Se puso de pie, mirándolos indignada.
—Espero que estéis satisfechos. Nos podía haber matado. O peor,
expulsado. Ahora, si no os importa, me voy a la cama.
Ron la contempló boquiabierto.
—No, no nos importa —dijo— Nosotros no la hemos arrastrado, ¿no?
Pero Hermione le había dado a Harry algo más para pensar, mientras se
metía en la cama. El perro vigilaba algo... ¿Qué había dicho Hagrid? Gringotts
era el lugar más seguro del mundo para cualquier cosa que uno quisiera ocultar...
excepto tal vez Hogwarts.
Parecía que Harry había descubierto dónde estaba el paquetito arrugado
de la cámara setecientos trece.
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